1
En una gran pajarera, Eliacim, en una inmensa jaula en la que los pájaros mantuviesen durante tiempo y tiempo el gozo de saberse cautivos, guardaría tu minúsculo corazón hasta que le brotasen alas del íntimo color de la flor del manzano.
Si pudiéramos conseguir, Eliacim, que los pájaros, cuando tu corazón fuera a echarse a volar como un pájaro, se nutriesen de tu propio corazón, cortándole las alas a picotazos y triturándolo como a una tierna fruta, podríamos sentirnos, hijo mío, más firmes y duraderos, más pétreos e inconmovibles en nuestras propias y débiles convicciones.
Pero los luminosos pájaros de la pajarera, Eliacim, los pájaros que cantan, desde la mañana a la noche, sin motivo (concedámosles este favor), no se nutren sino de corazones frescos, de corazones sanos, de latidores corazones disfrazados, igual que alegres máscaras, de bienaventuranza.
2
Tu corazón, hijo mío, se pintó con los colores del bronco son de la mar, Eliacim, y ya no sirve para pasto de pájaros.
3
Pero escúchame lo que te digo, hijo, tan solo para poder sentir una brizna de alegre vientecillo oreándome el alma: si nadie lo supiese, dejaría sin corazón a todos los muchachos de tu edad, Eliacim. Y sobre la montaña inmensa de corazones, Eliacim, colocaría una gran pajarera de oro llena de arañas.
de "Mrs. Cadwell habla con su hijo"
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