Yo entraba con cierto miedo a esos grandes edificios oscuros donde sujetros con uniforme nos hacían atravesar pasillos iluminándonos con una linterna y nos sentaban junto a personas de rostros dudosos y cambiantes que reían o lagrimeaban o se mordían los labios o contenían la respiración y podían llegar a ser secuestradores o monstruos desdentados o señoras peludas y malolientes; allí nos enfrentábamos con misteriosas imágenes en movimiento donde personas de distintas caras que castigaban o eran castigadas, o huían, o subían a trenes en movimiento, o se desbarrancaban por ríos torrentosos, eran siempre Carlitos Chaplín. Yo dudaba, no terminaba de entender por qué alguien tan simpático como Carlitos que casi siempre me hacía reír y sólo le pegaba a los vigilantes y regalaba flores a las muchachas y pollos y golosinas a los niños, podía ser a veces un hombre de ojeras negras y pómulos hinchados, u otras veces rubio, cejijunto y mofletudo sin provocar una sola sonrisa.
Leopoldo Torre Nilsson
*(vienen dos entregas más, porque es uno de esos novelones de los que me cuesta tanto elegir, de los que me gustaría tanto subir todo de pé a pá, hasta que todo el mundo sepa lo mucho que me gustó, lo mucho que quiero que lo lean)
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